A menudo el trabajo del dramaturgo se asemeja al desempeño de un portero de futbol, pues el dramaturgo conoce el privilegio de anotar el gol de los actores, pero rara vez tiene la oportunidad de hacerlo. Este ritual de trabajo en equipo que llamamos teatro, esta antigua ceremonia que tiene sus raíces en el mito y en el juego, se ha sofisticado a tal punto en nuestros días que la asignación de roles específicos al interior de una compañía termina por limitar al artista y encasillarlo en definiciones escolásticas. De ahí que los dramaturgos pocas veces podamos meter un gol, correr por toda la cancha, y festejar en la euforia de los aplausos finales. El objeto de esta ponencia es demostrar que el dramaturgo también puede ocupar otros roles dentro de la puesta en escena, y combatir la idea trasnochada del dramaturgo enclaustrado en sus aposentos, donde realiza funciones de oficina.
En la liturgia del hecho escénico, el dramaturgo ocupa el lugar de un maestro de ceremonias invisible, pues concibe un universo sacrificando sus propias vivencias para cederle la voz a los oficiantes del juego teatral; una misa preconcebida, cuyo marcador final sólo conoce el dramaturgo. ¿Qué es la nueva dramaturgia? ¿Es el azar de un nuevo juego con las estructuras? ¿O la estrategia de un pókar de posibilidades? Lo cierto es que el Teatro sigue siendo el Rey de los Deportes (y de las artes), cuyas reglas están en perpetua construcción, y el autor dramático se juega una partida de ajedrez que lo ayudará a descifrar un laberinto de códigos. Por ello el dramaturgo tiene la obligación de explorar en todos los juegos de azar, y no limitarse a las exigencias de su oficio, pues en la exploración de los juegos se encuentra implícito un aprendizaje dramatúrgico, incluyendo cualquier clase de cascarita actoral.
La creación de mis textos dramáticos responde a una obsesión personal por hablar de mí mismo a través de figuras retóricas inspiradas en algunos juegos de azar. La Amargura del Merengue combina los elementos de un juego de pelota, con la recreación de un mito de sacrificio. En mi obra anterior De Monstruos y Prodigios el azar se sustentaba en una guerra de pasteles contra el público, en un juego barroco de teatro dentro del teatro, y la ópera dentro y fuera de la ópera, a través del belle canto de los castrati, la danza ecuestre y el Black Jack que entabla un doctor de dos cabezas, en una continua discusión contra sí mismo. Nuevamente la noción del sacrificio, que considero básica para toda obra de teatro, se hacía presente en la figura de un sopranista que sacrifica sus testículos, a la manera del Ave Fénix que resurge de sus propias cenizas, como sucede en La Amargura del Merengue, donde vemos a un hombre sacrificar su corazón, para conseguir la liberación de su amada Serpentina.
En los montajes de mis obras afortunadamente siempre he tenido un rol auxiliar, ya sea como asistente del director, utilero o hasta tramoyista, pues ello me permite estar en contacto con el proceso particular de cada actor, con la posibilidad de hacer cambios de último momento. Este es el trabajo del dramaturgista: cuidar que todos los detalles mantengan coherencia al momento de llevarse a escena. Escribir para la escena también ofrece sus riesgos. Es un lugar común la postura del dramaturgo que exige un respeto fidedigno para su texto. Una postura bastante retrógrada. Una cosa es asistir a los ensayos, participar de las improvisaciones, y tomar parte en los experimentos del director, y otra muy distinta interferir en el proceso creativo de los actores. En todo caso, habría que subir la máquina de escribir al escenario como lo hice en mi obra El Escritor no tiene la culpa, que versa sobre una historia que se escribe en ese preciso momento, y un dramaturgo teclea su máquina de escribir al compás de un rag-time de Scott Joplin. Si el arquitecto proyecta un edificio en un plano maestro, y el compositor define el universo en su partitura, el dramaturgo debe de confiar en sus recursos literarios (que dan pie a los elementos escénicos), para entregar un producto completo en sí mismo. Ceder a los caprichos del director, o sucumbir al encanto fugaz de la improvisación es parte del oficio, pero el autor teatral debe proponer una estructura previa, de lo contrario adoptaría el papel de un albañil, más que el de arquitecto del hecho teatral.
Sobre este tema existe un dicho para mantener al margen a los dramaturgos entusiastas: “el mejor dramaturgo es el autor muerto”. Un refrán bastante absurdo que fue acuñado por los directores para mantener el poder, y que afortunadamente nuestra generación erradicó, salvo muy raras excepciones.
El proceso de investigación del dramaturgo no sólo acaba cuando termina la última frase de su obra y la entrega a las manos del director. Actualmente la complicidad con los directores requiere que el dramaturgo esté presente en los ensayos y el proceso con los actores, no sólo para hacer cambios y modificaciones al texto, sino porque a veces de los actores mismos surge algo que puede ser de utilidad para el dramaturgo, incluso para obras posteriores. Esta fase de la investigación es incluso más importante que la documentación previa a escribir el texto, pues es cuando los datos toman cuerpo y dimensión humana. El dramaturgo tiene entonces el privilegio de identificarse por primera vez con el actor y su personaje, como lo hará más tarde el público.
Pero regresemos un poco antes, al sagrado momento en que se le ocurren al dramaturgo por primera vez los diálogos. A ese momento ilógico de inspiración privada. Durante este proceso de gestación, es frecuente que el dramaturgo se descubra hablando en voz alta los parlamentos de los personajes, explorando la sonoridad de las palabras, y encarnando sus sentimientos. A esto le llamo yo “exploración esquizofrénica”, pues definitivamente la actuación e improvisación de los personajes influye en la creación dramatúrgica; es decir, el dramaturgo debe de experimentar en carne propia todo lo que pone en voz de los personajes.
En 1996, cuando colaboraba en el CITRU, una idea tocó a la puerta de mi cubículo: Una visita intangible que me sacudió de mi tarea como recopilador para una base de datos que desgraciadamente nunca vio la luz pública. Mientras ordenaba datos y fechas, esta idea me asaltó: De toda esta documentación ¿podría hacerse una obra de teatro? ¿Hasta qué punto la información que existe en el CITRU ayuda a los creadores de la escena a llevar a cabo su trabajo? ¿Cuántas investigaciones desembocan en una puesta en escena? ¿Por qué no existe un proyecto especial que se dedique a vincular la investigación teórica con la práctica del teatro “experimental”? Más tarde la obra Mutis de Elena Guiochins vino a demostrar que el mejor lugar para plantear la investigación teatral es y seguirá siendo el escenario. Espero fervientemente que la nueva dirección del CITRU sepa vincular las investigaciones con el hecho escénico y pueda dejar a un lado la burocracia que ha anquilosado a esta institución, apoyando a los dramaturgos interesados en la verdadera investigación teatral.
La dramaturgia por encargo no es ninguna novedad; diversos artistas realizaron sus más célebres composiciones por encargo de algún rey. El asunto fundamental no es el pago que se recibe a cambio (el cual la mayoría de las veces es simbólico o en especie) sino el proceso de gestación del texto dramático, que comprende desde adivinar las imágenes más insólitas que el director quiere llevar a cabo, hasta los cambios de última hora por capricho de los actores. En 1999 recibí la invitación para hacer una dramaturgia por encargo, y colaborar en el proceso de improvisaciones en complicidad con el director Claudio Valdés Kuri, que deseaba recopilar datos para la creación de un espectáculo sobre los cantantes castrados del siglo XVII y desarrollar un texto dramático a partir del trabajo con los actores. Dos años duró el proceso de investigación, que culminaría en una puesta en escena titulada De Monstruos y Prodigios, la historia de los Castrati. Durante un año trabajamos bajo una metodología bastante monstruosa: investigar en la vida de los cantantes castrados, bastante olvidados por la modernidad. Salvo la película Farinelli existen escasos datos al respecto, y mucho menos en la base de datos arriba mencionada. Fue entonces cuando me enfrenté al primer obstáculo en mi trabajo: el director no deseaba una obra anecdótica, sino temática. El director no descuidó ni un detalle y aplicó a la confección del texto aquello que creíamos un simple tema: al primer borrador del texto, el director le castró deliberadamente todas las acotaciones y algunos pasajes, reduciendo el texto a información simple y llana. Las limitaciones históricas no fueron el único obstáculo: Valdés Kuri deseaba trabajar bajo una austeridad de elementos y redujo todos los diálogos a un monólogo. Ante el desencanto de ver mi investigación reducida a una conferencia sobre los castrati italianos, el director y yo entablamos una fuerte discusión, y finalmente ambos optamos por dosificar el discurso en un monólogo dicho por un doctor de dos cabezas. La resolución escénica fue espléndida, pues así dos actores virtuosos, Mario Iván Martínez y Hernán del Riego, dieron vida a un acto prodigioso. Finalmente quedó comprobado que dos cabezas cantan mejor que una.
El mayor reto, y una de las experiencias más formidables en mi carrera como dramaturgo, fue trabajar con los actores en el proceso de ensayos. Bajo las órdenes de Claudio Valdés Kuri, me enrolé en un periodo de exploración actoral, al tiempo que fungía como su asistente de dirección (que más tarde vino a usurpar “Marquitos” Díaz), y desarrollaba una bitácora de ensayos. El sacrificio consistió en que Claudio no me dejó actuar ni tocar la armónica, y aunque realizaba todos los ejercicios de entrenamiento que Claudia Mader ponía a los actores, al empezar las improvisaciones, mi lugar se encontraba de nuevo en las butacas, apuntando el lenguaje corporal que los actores desarrollaban.
Jorge Kuri
México, Distrito Federal (dramaturgo)
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